Antes de meterse en política y soñar en llegar a presidente, Ronald Reagan escribió su autobiografía. Eligió como título una de sus frases en 'King's row' (Abismos de pasión era su titulazo en español). Postrado en cama y con las piernas amputadas, su personaje gritaba al despertar: «¿Dónde está el resto de mi?». Sus nuevas extremidades le auparon hasta gobernador de California y a ser el presidente número 40 de los Estados Unidos de América. Nadie lo hubiese creído en aquellos tiempos de mediocre actor de películas de serie B. Pero los grandes empresarios del rico estado del Oeste detectaron carisma y conservadurismo en raciones suficientes para encumbrarle hasta la Casa Blanca. Fue un asombro para el mundo, que por entonces todavía dudaba de que ser actor y presidente empiezan a ser ramas del mismo árbol. Ni sus valedores pensarían que iba a convertirse en una figura crucial en la historia del país. Fuese por sus dotes, sus políticas o por el momento que le tocó vivir, Reagan enarboló la bandera de la revolución conservadora y fue artífice de la caída del muro de Berlín y el final del comunismo soviético.
Fondo y forma se amalgamaron tan dichosamente que el mediocre actor terminó siendo un gran presidente, y ahora que se celebra su centenario se vende como ejemplo de gran político. Cubrí en los ochenta toda su presidencia como corresponsal. Para un documental de análisis, entrevisté a la jefa política de la cadena CBS, Lesley Stahl, que rememoró como un día llegó ufana a la sala de prensa de la Casa Blanca y comentó que en su pieza televisiva había destrozado al presidente. El portavoz la miró con sorpresa y la invito a visionar el reportaje. Lo pasó sin sonido y demostró que estaba lleno de imágenes grandes, brillantes, potentes. Reagan y su equipo cuidaban escenarios, colores y gestos. Se pasaba un pañuelo por la mejilla si el discurso requería una lagrima. Lesley demudó la color. Al menos desde los ochenta ser actor y presidente parecen la misma cosa, haz y envés de una moneda, abismo de una pasión.
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