NARUHITO será el proximo emperador japonés. Visita España en la celebración de los 400 años de relación entre los dos países.
recupero la historia que escribí tras la entronización de su padre Akihito.
EL
ESPEJO DE LOS DIOSES
Por Javier Martín-Domínguez
Apenas
se necesitan dos horas en el expreso de Kioto para llegar al tesoro mejor
guardado de Japón. En el punto de destino, carpinteros y constructores cortan y
ensamblan vigas, tablones y maderos para rehacer una vez mas el templo de
Ise. Demolido y vuelto a levantar
cada dos décadas, Ise es sometido a este
laborioso rito de constancia desde hace mil quinientos años. De
apariencia simple en su diseño y ejecución, la construcción atrae por la rojiza y olorosa madera de ciprés, una
madera que pasa por incorruptible. Un noble envoltorio para arropar al mas
antiguo vinculo de las islas del sol naciente con su mítico pasado. Aquí se guarda
la prueba de que una diosa ensimismada en un espejo alumbró Japón gracias a ese gesto de curiosa vanidad. Ella era la diosa sol Amateratsu y el
tesoro de Ise es su espejo.
Si
viajar por un país desconocido les resulta a autores como
Paul Theroux la experiencia mas cercana a escribir una novela, bucear en la mitología de una cultura ajena es lo mas próximo al
poema y al sueño. La mitología y
la historia japonesa se enredan en la misma columna cultural que permite decir
que la linea dinástica que llega
hasta el actual emperador
Akihito nunca ha sido interrumpida. Esta entroncada por tanto en aquellos
dioses. Desde el príncipe celestial Kami Yamato Iwarebiko, y durante setenta y
dos generaciones en orden directo de sucesión, el espejo ha pasado de mano en
mano, del emperador fallecido a su heredero, como si el ser japones se
fundamentase en la necesidad de mirarse en el mismísimo espejo de los dioses.
Una cultura de miradas y reflejos, de verse y reflejarse en un objeto. Japón
es, como observó Roland Barthes, el imperio de los signos, la tierra del gesto
vacio, el símbolo, el detalle que se presenta como el todo. El producto de
una mirada ensimismada, de una contemplación absorta de cada aspecto parcial
del mundo.
Quizá
no haya momento mas singular para atestiguarlo como la ceremonia de entronización
de un emperador que es al mismo tiempo el supremo sacerdote de la religión
sintoísta. En el acto se dan cita el heredero de los dioses, el espejo de la
diosa ensimismada y la parafernalia creada para la ocasión por los mas
destacados artesanos del archipiélago.
Habían
transcurrido casi dos años del doliente funeral por el longevo y controvertido emperador Hirohito, cuando
las casas reales, jefes de estado y cancillerías de todo el mundo fueron
convocadas de nuevo para un viaje al Extremo Oriente. Todo ese tiempo se había
demorado la subida de Akihito al trono del crisantemo, un voluminoso artefacto
de casi diez metros de altura y ocho toneladas de peso que representa una
montaña donde Amateratsu colocó a su nieto para iniciar así la familia imperial
6oo años antes de Cristo.
No
es usual en país alguno que un rito de sucesión se haga esperar tanto. Pero la
Agencia de la Casa Imperial japonesa- un verdadero imperio de funcionarios y
cortesanos conocidos por su meticulosidad y también por sus intrigas -era
consciente de que iba a escenificar un guión escrito hace mas de un milenio y que llevaba sesenta y dos años sin
representar. No debía escatimar en precauciones.
Las
manos mas diestras y las cabezas mas claras fueron convocadas para planificar
el ceremonial y embellecer los jardines de palacio. Iban a desplegar, bajo el
sol, el Japón esencial: kimonos teñidos especialmente para la ocasión, música clásica interpretada al koto, recipientes lacados y utensilios de
bambú rizado, singulares espadones
y objetos sagrados. Akihito se presentaría en público ante el mundo rodeado de
las cosas y las formas que reflejan el Japón de siempre. Sus autores, los
mejores entre los mejo
res de los
viejos maestros artesanos, no robaron protagonismo al emperador en su gran día,
pero hoy salen a la luz mostrando aquí sus caras historiadas convertidas en un
espejo de los dioses.
Ellos
son los conservadores de la
memoria de las cosas, los encargados de mantener la objetualidad de lo
profundamente japonés tan viva como la vieja ceremonia de entronización. Un
puñado de ellos son elevados a un trono especial, el de Tesoros Vivos de Japón,
como reza su título oficial. En la actualidad, este club abnegado y distinguido
de lo mas esencialmente japonés apenas lo componen setenta personas venerables
por trabajo y por edad. No es
fácil asistir a estos ritos tan separados en el tiempo y por tanto poder ver
reunid
as obras y
gestos del antiguo Imperio del Sol Naciente para deleite de los ojos del mundo postindustrial. El
paciente y solitario trabajo de los artesanos tenía aquí por fin su día bajo el
sol. Ellos son la memoria viva del país. Muchos de los miembros de este
singular y destacado grupo de Tesoros Vivos están entre los pocos que habrían
podido contemplar la entronización previa acaecida más de medio siglo antes.
Si
los meteorólogos de palacio fueron consultados sobre la conjunción de los
astros, su elección de fecha fue
el primer resultado positivo de los largos preparativos. En contraste con dos
años atrás, cuando un Tokio acortinado de lluvia, oscuro y ventoso dio su
despedida al emperador fallecido, aquel día de noviembrte de mil
novecientos noventa amaneció con una atmosfera limpia y un sol brillante. El
astro rey no podía fallar a la cita, porque la mística de Japón se encierra
precisamente en un triangulo formado por el sol, una mirada y un espejo.
En
este rito, que probablemente sea el mas antiguo de los vigentes en el mundo,
los japoneses celebran la llegada al trono de un hijo de los dioses, miembro de
una dinastía nunca interrumpida desde los tiempos en los que la verdad y la
leyenda se entrecruzan en el sueño de la historia, y en la que Akihito
ocupa el numero ciento
veinticinco. (Los historiadores convienen en que los catorce primeros
emperadores corresponden a figuras míticas y constatan que la linea de sucesión
se rompió una vez en el Siglo Sexto, amén de las posibles contribuciones de las
concubinas reales que no
abandonarían palacio hasta este
siglo por orden de Hirohito
Akihito
había esperado largamente este momento, después de tantos años de antesala en el trono. Siempre fue el esperado
que tuvo que esperar. A los siete días de su nacimiento, su padre
Hirohito se decidió por fin a escribir formalmente en un papel hecho para la
ocasión el que seria su apelativo: Príncipe heredero Akihito; que traducido al
español significa precisamente
“Claro como el cielo del otoño”. El juicio de la historia sobre el
mandato del nuevo emperador esta por dictar, pero los meteorólogos de palacio
ya habían conseguido pasarlo.
Lo
mejor de Japón lucía bajo la claridad del cielo que protegía
esa isla verdosa y apacible en el centro de la bulliciosa Tokio que conforman los jardines del Palacio
Imperial. Con leves cambios cosméticos, aunque obviamente con otros personajes,
el ceremonial podía haber estado discurriendo un milenio y medio atrás. Un trasunto de gestos y formas
emparentados con un pasado que en otras latitudes hace tiempo que dejó de
existir. El tono de anciana perennidad está en el fondo del acto y en cada uno
de los objetos que lo rodea. El tinte y diseño de las telas, el perfil de las
espadas, los lamentos del koto... salidos de manos que también llevan en su gen
artístico memoria de generaciones.
Veintiséis
banderas, incluidas el banzaiban y el daikinban, coronaban a la multitud de ilu
stres
invitados que habían formado un rompecabezas protocolario solo comparable en
esta última parte del siglo con el del funeral del anterior emperador.
Espadas,
arcos y escudos eran blandidos por un centenar de hombres ataviados con la
vestimenta tradicional de los guardias de la corte. La emperatriz Michiko paseó
un kimono de cinco capas, tan
colorista y vistoso como los ropajes empleados en el kabuki, y que superaba en
peso al de su propio cuerpo. El emperador, con pasos dignos del temple y la
delicadeza del teatro No, avanzó
por el pasillo cubierto del Seiden, vestido con telas teñidas con hojas de
zumaque salvaje para conseguir
un tono marrón
rojizo, un color solar. Le acompañaban los chambelanes portando el sable
sagrado y las joyas. Dos de los
tres tesoros imperiales que simbolizan el trono. El tercero, el espejo de la
diosa, escaparía a la vista de los
ilustres invitados y de los curiosos de la solemnidad. El protocolo y la
historia le guardan el privilegio de presentarse en solitario ante el pequeño
templo levantado al efecto para
asomarse al Kashi-Kodoro, el
espejo sagrado.
Cuenta
la leyenda, cuasi-história para Japón , que la diosa sol Amateratsu se encontraba tan apenada que replegó sus rosáceos dedos y
se escondió en una cueva. El resto de los dioses incapaces de convencerla para
que devolviese la luz a las islas mas orientales montaron finalmente una juerga
cercana a la orgia. El jolgorio terminó
despertando la curiosidad de la diosa y cuando dejo entrever un destello el
espejo mágico capturó sus rayos de curiosidad y se restableció la luz para
comenzar la odisea de Japón en el tiempo. Ese es el Kashi-kodoro, el espejo que
se guarda entre maderas de ciprés en el templo de Ise, el centro más sagrado de
Japón y del que nunca se mueve. Para el momento culminante de la entronización lo cierto es que ni el
mismísimo emperador llega a verlo, porque se utiliza una replica.
Tampoco
el segundo de los tesoros de la corona paseado en la ceremonia es el de antaño. La espada
imperial es un copia del arma
original perdida siglos antes en una batalla feudal... Será por eso que lejos del bullicio y los festejos de la
corte de Tokio, hay quienes procuran que ni la historia ni la gran fiesta
imperial se puedan quedar de nuevo desprovistas de tesoros que lucir.
Repartidos por la geografía del archipiélago nipón, los Tesoros Vivos del país
siguen trabajando en la
búsqueda objetual de sus esencias, reproduciendo con técnicas depuradas el
sueño de la memoria de Japón. Son verdaderos museos biológicos que conjugan la veneración al arte y al
maestro, al sensei. Japón, entre
sus raíces confucianas y su propia historia, es una cultura de discipulo y
maestro, donde el mérito está en
la constancia y en el perfeccionamiento de la técnica para la consecución de la obra maestra.
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