Apenas se necesitan dos horas en el expreso de Kioto para llegar al tesoro mejor guardado de Japón. En el punto de destino, carpinteros y constructores cortan y ensamblan vigas, tablones y maderos para rehacer una vez mas el templo de Ise. Demolido y vuelto a levantar cada dos décadas, Ise es sometido a este laborioso rito de constancia desde hace mil quinientos años. De apariencia simple en su diseño y ejecución, la construcción atrae por la rojiza y olorosa madera de ciprés, una madera que pasa por incorruptible. Un noble envoltorio para arropar al mas antiguo vinculo de las islas del sol naciente con su mítico pasado. Aquí se guarda la prueba de que una diosa ensimismada en un espejo alumbró Japón gracias a ese gesto de curiosa vanidad. Ella era la diosa sol Amateratsu y el tesoro de Ise es su espejo.
Si viajar por un país desconocido les resulta a autores como Paul Theroux la experiencia mas cercana a escribir una novela, bucear en la mitología de una cultura ajena es lo mas próximo al poema y al sueño. La mitología y la historia japonesa se enredan en la misma columna cultural que permite decir que la linea dinástica que llega hasta el actual emperador Akihito nunca ha sido interrumpida. Esta entroncada por tanto en aquellos dioses. Desde el príncipe celestial Kami Yamato Iwarebiko, y durante setenta y dos generaciones en orden directo de sucesión, el espejo ha pasado de mano en mano, del emperador fallecido a su heredero, como si el ser japones se fundamentase en la necesidad de mirarse en el mismísimo espejo de los dioses. Una cultura de miradas y reflejos, de verse y reflejarse en un objeto. Japón es, como observó Roland Barthes, el imperio de los signos, la tierra del gesto vacio, el símbolo, el detalle que se presenta como el todo. El producto de una mirada ensimismada, de una contemplación absorta de cada aspecto parcial del mundo.
Quizá no haya momento mas singular para atestiguarlo como la ceremonia de entronización de un emperador que es al mismo tiempo el supremo sacerdote de la religión sintoísta. En el acto se dan cita el heredero de los dioses, el espejo de la diosa ensimismada y la parafernalia creada para la ocasión por los mas destacados artesanos del archipiélago.
Habían transcurrido casi dos años del doliente funeral por el longevo y controvertido emperador Hirohito, cuando las casas reales, jefes de estado y cancillerías de todo el mundo fueron convocadas de nuevo para un viaje al Extremo Oriente. Todo ese tiempo se había demorado la subida de Akihito al trono del crisantemo, un voluminoso artefacto de casi diez metros de altura y ocho toneladas de peso que representa una montaña donde Amateratsu colocó a su nieto para iniciar así la familia imperial 6oo años antes de Cristo.
No es usual en país alguno que un rito de sucesión se haga esperar tanto. Pero la Agencia de la Casa Imperial japonesa- un verdadero imperio de funcionarios y cortesanos conocidos por su meticulosidad y también por sus intrigas -era consciente de que iba a escenificar un guión escrito hace mas de un milenio y que llevaba sesenta y dos años sin representar. No debía escatimar en precauciones.
Las manos mas diestras y las cabezas mas claras fueron convocadas para planificar el ceremonial y embellecer los jardines de palacio. Iban a desplegar, bajo el sol, el Japón esencial: kimonos teñidos especialmente para la ocasión, música clásica interpretada al koto, recipientes lacados y utensilios de bambú rizado, singulares espadones y objetos sagrados. Akihito se presentaría en público ante el mundo rodeado de las cosas y las formas que reflejan el Japón de siempre. Sus autores, los mejores entre los mejores de los viejos maestros artesanos, no robaron protagonismo al emperador en su gran día, pero hoy salen a la luz mostrando aquí sus caras historiadas convertidas en un espejo de los dioses.
Ellos son los conservadores de la memoria de las cosas, los encargados de mantener la objetualidad de lo profundamente japonés tan viva como la vieja ceremonia de entronización. Un puñado de ellos son elevados a un trono especial, el de Tesoros Vivos de Japón, como reza su título oficial. En la actualidad, este club abnegado y distinguido de lo mas esencialmente japonés apenas lo componen setenta personas venerables por trabajo y por edad. No es fácil asistir a estos ritos tan separados en el tiempo y por tanto poder ver reunidas obras y gestos del antiguo Imperio del Sol Naciente para deleite de los ojos del mundo postindustrial. El paciente y solitario trabajo de los artesanos tenía aquí por fin su día bajo el sol. Ellos son la memoria viva del país. Muchos de los miembros de este singular y destacado grupo de Tesoros Vivos están entre los pocos que habrían podido contemplar la entronización previa acaecida más de medio siglo antes.
Si los meteorólogos de palacio fueron consultados sobre la conjunción de los astros, su elección de fecha fue el primer resultado positivo de los largos preparativos. En contraste con dos años atrás, cuando un Tokio acortinado de lluvia, oscuro y ventoso dio su despedida al emperador fallecido, aquel día de noviembre de mil novecientos noventa amaneció con una atmosfera limpia y un sol brillante. El astro rey no podía fallar a la cita, porque la mística de Japón se encierra precisamente en un triangulo formado por el sol, una mirada y un espejo.
En este rito, que probablemente sea el mas antiguo de los vigentes en el mundo, los japoneses celebran la llegada al trono de un hijo de los dioses, miembro de una dinastía nunca interrumpida desde los tiempos en los que la verdad y la leyenda se entrecruzan en el sueño de la historia, y en la que Akihito ocupa el numero ciento veinticinco. (Los historiadores convienen en que los catorce primeros emperadores corresponden a figuras míticas y constatan que la linea de sucesión se rompió una vez en el Siglo Sexto, amén de las posibles contribuciones de las concubinas reales que no abandonarían palacio hasta este siglo por orden de Hirohito.
Akihito había esperado largamente este momento, después de tantos años de antesala en el trono. Siempre fue el esperado que tuvo que esperar. A los siete días de su nacimiento, su padre Hirohito se decidió por fin a escribir formalmente en un papel hecho para la ocasión el que seria su apelativo: Príncipe heredero Akihito; que traducido al español significa precisamente “Claro como el cielo del otoño”. El juicio de la historia sobre el mandato del nuevo emperador esta por dictar, pero los meteorólogos de palacio ya habían conseguido pasarlo.
Lo mejor de Japón lucia bajo la claridad del cielo que protegía esa isla verdosa y apacible en el centro de la bulliciosa Tokio que conforman los jardines del Palacio Imperial. Con leves cambios cosméticos, aunque obviamente con otros personajes, el ceremonial podía haber estado discurriendo un milenio y medio atrás. Un trasunto de gestos y formas emparentados con un pasado que en otras latitudes hace tiempo que dejó de existir. El tono de anciana perennidad está en el fondo del acto y en cada uno de los objetos que lo rodea. El tinte y diseño de las telas, el perfil de las espadas, los lamentos del koto... salidos de manos que también llevan en su gen artístico memoria de generaciones.
Veintiséis banderas, incluidas el banzaiban y el daikinban, coronaban a la multitud de ilu
stres invitados que habían formado un rompecabezas protocolario solo comparable en esta última parte del siglo con el del funeral del anterior emperador.
Espadas, arcos y escudos eran blandidos por un centenar de hombres ataviados con la vestimenta tradicional de los guardias de la corte. La emperatriz Michiko paseó un kimono de cinco capas, tan colorista y vistoso como los ropajes empleados en el kabuki, y que superaba en peso al de su propio cuerpo. El emperador, con pasos dignos del temple y la delicadeza del teatro No, avanzó por el pasillo cubierto del Seiden, vestido con telas teñidas con hojas de zumaque salvaje para conseguir un tono marrón rojizo, un color solar. Le acompañaban los chambelanes portando el sable sagrado y las joyas. Dos de los tres tesoros imperiales que simbolizan el trono. El tercero, el espejo de la diosa, escaparía a la vista de los ilustres invitados y de los curiosos de la solemnidad. El protocolo y la historia le guardan el privilegio de presentarse en solitario ante el pequeño templo levantado al efecto para asomarse al Kashi-Kodoro, el espejo sagrado.
Cuenta la leyenda, cuasi-história para Japón , que la diosa sol Amateratsu se encontraba tan apenada que replegó sus rosáceos dedos y se escondió en una cueva. El resto de los dioses incapaces de convencerla para que devolviese la luz a las islas mas orientales montaron finalmente una juerga cercana a la orgia. El jolgorio terminó despertando la curiosidad de la diosa y cuando dejo entrever un destello el espejo mágico capturó sus rayos de curiosidad y se restableció la luz para comenzar la odisea de Japón en el tiempo. Ese es el Kashi-kodoro, el espejo que se guarda entre maderas de ciprés en el templo de Ise, el centro más sagrado de Japón y del que nunca se mueve. Para el momento culminante de la entronización lo cierto es que ni el mismísimo emperador llega a verlo, porque se utiliza una replica.
Tampoco el segundo de los tesoros de la corona paseado en la ceremonia es el de antaño. La espada imperial es un copia del arma original perdida siglos antes en una batalla feudal... Será por eso que lejos del bullicio y los festejos de la corte de Tokio, hay quienes procuran que ni la historia ni la gran fiesta imperial se puedan quedar de nuevo desprovistas de tesoros que lucir. Repartidos por la geografía del archipiélago nipón, los Tesoros Vivos del país siguen trabajando en la búsqueda objetual de sus esencias, reproduciendo con técnicas depuradas el sueño de la memoria de Japón. Son verdaderos museos biológicos que conjugan la veneración al arte y al maestro, al sensei. Japón, entre sus raíces confucianas y su propia historia, es una cultura de discipulo y maestro, donde el mérito está en la constancia y en el perfeccionamiento de la técnica para la consecución de la obra maestra.
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