30.5.14
25.5.14
TRES AÑOS SIN LA NOVIA DEL VIENTO
Bienvenido, Identificarme
Tres años sin la Novia del Viento
POR: SAC-NICTÉ CALDERÓN
LEONORA CARRINGTON FALLECIÓ EL 25 DE MAYO DEL 2011
Hace tres años que Leonora Carrington dejó de desafiarlo todo desde su casa en la calle de Chihuahua, en la Colonia Roma de la Ciudad de México. Dos días después de su muerte, Javier Martín Domínguez escribió para El País que “su lucha por ser ella misma le llevó a ser denostada por su padre y encerrada en un psiquiátrico de Santander en 1940, nada más acabar la Guerra Civil española. Un destino habitual para aquellas mujeres que querían ser, por encima de todo, ellas mismas, con iguales derechos que sus hermanos. Por eso Leonora, nada loca, creía ser un caballo (”no una yegua”), la figura que ha ocupado buena parte de su obra artística”.
Un caballo, una rebelde, la única Novia del Viento. Hace tres años que la última surrealista, la de la pasión que lo atravesaba todo, dejó sus esculturas, sus cuadros y su vida fascinante como la herencia a una de las leyendas más puras del arte.
Su vida
Rebelde desde su nacimiento, en Lancanshire, Inglaterra, en 1917, estaba destinada a casarse con un miembro de la realeza. Fue presentada en la corte de Jorge V, pero no pasó mucho tiempo antes de que decidiera dejar Inglaterra para viajar a París, en donde el surrealismo la encontró y conoció, por uno de esos juegos que el destino prepara poco a poco, al pintor alemán Max Ernst, de quien se enamoró.
Juntos consolidaron en gran medida su carrera, hasta que la guerra estalló y Ernst fue enviado a un campo de concentración, y ella, por otro de esos juegos del destino, terminó en un manicomio en Santander, España. De ahí escapó y gracias a Renato Leduc, con quien se casó, llegó a México, el país que sería más importante en su vida y que marcó una importante influencia en su trabajo plástico.
México le regaló el reencuentro con Remedios Varo, le permitió seguir en contacto con el grupo surrealista, y la llevó hacia el fotógrafo húngaro Emerico Chiqui Weisz, su segundo esposo, con quien tuvo dos hijos, Pablo y Gabriel.
Su obra
La obra de Leonora Carrington se caracterizó por crear cuadros que eran habitados por personajes tan fantásticos como eternos. Sus mujeres podían ser al mismo tiempo caballos, fantasmas, reinas del tarot, y sus hombres eran en un momento magos o príncipes, y al siguiente se convertían en nigromantes, astrónomos y reyes de los pájaros.
Su hijo, Gabriel Weisz-Carrington, declaró que vivíamos en mundos que Leonora incendiaba. Leonora Carrington incendiaba universos para levantarlos de nuevo, y así, inventó otra vez la realidad siguiendo sus propias reglas y sin conocer la palabra “límite”.
Desde los primeros instantes, construyó un imaginario que era fácilmente identificable por el estilo de sus pinceladas, de sus colores y de sus lugares comunes, como la aparición constante de caballos que representaban mucho más que un animal. En ese universo, pictórico o literario, cabían la mitología celta, la alquimia, la cábala, los juegos surrealistas, la influencia directa de las leyendas que le contaban cuando era la niña y los cuentos de Lewis Carroll. Sus cuadros eran cuentos, y sus cuentos eran fragmentos de su vida.
Hace tres años que se fue la surrealista hechicera que decidió ser mexicana, el “personaje delirante, maravilloso”, al que se refirió Octavio Paz en alguna ocasión: “Un poema que camina, que sonríe, que de repente abre una sombrilla que se convierte en un pájaro que se convierte después en pescado y desaparece”.
10.5.14
4.5.14
HOTEL CHELSEA. The New York days
Ahora que esta de renovación, y perdiendo su esencia y razón de ser de antaño, recuerdo con nostalgia "el Chelsea", que frecuente como visitante a los cuartos de amigos artistas, pero al que no casaba entrar de residente. Hasta que me queée sin casa en el periodo que me iba de Nueva York pero prolongue unas semanas mi estancia. Primero viví de casa prestada, y al final me dí el gusto de probar dos hoteles de ensueño, el Chelsea y el Gramercy Park. Una clave para recurrir a ambos es que eran de los pocos que te permitían llevar un pet, una mascota contigo. Y esa época yo me movía con mi gato Roppongi. El mayor susto, entre otros, cuando llegamos al Chelsea fue coincidir en el ascensor con el dueño de un perro sobredimensionado, que no paraba de olisquear la caja de cartón en la que iba enmaletado mi gato. Pasamos el trance, y tuvo que hacer de la habitación del Chelsea su casa temporal, aunque muy a regañadientes. Apenas salió esos días de debajo de la cama. El Chelsea tenia un gran halo romántico y otro tanto de cochambre. La moqueta llevaba décadas almacenando costras y los baños dejaban mucho que desear, incluidas las manchas en las cortinas de la ducha que parecían de sangre avejentada. Al fin y a la postre, uno pasaba pocos horas en el hotel, bajo aquella regla de que si eres joven no debes tener un buen piso en NY, y pasar la mayor parte de tu tiempo en la calle.... No había mucho confort en el Chelsea, pero un pasillo, la escalera, el ascensor, el hall cubierto de cuadros.... y los estables y transeúntes que por allí pululaban formaban un fresco del Nueva York mas radical.
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