EL OLOR DE LAS MANZANAS VERDES
Javier Martín-Domínguez
No me lo descubrió nadie. Fue un pensamiento que llegó con
la edad. De repente me di cuenta de que los que yo tenía como los recuerdos mas
antiguos de mi infancia, recuerdos claros, con sensaciones incluso físicas, no
eran verdad. Desde siempre, ese siempre infinito que se hunde en el principio
de tus tiempos cerebrales, había tenido como mi primer recuerdo y mi primera
sensación de vida, los golpes que se daba mi cabeza contra una caja- de cartón
o de madera, eso no era tan claro –que estaba sujeta al trasportín de una
bicicleta. Yo no tuve cigüeña, vine al mundo en bici metido en una caja. Así lo
creí durante años. De la misma manera lo olvide, y lo volví a recordar, dándome
cuenta de que era inverosímil. Una lógica elemental me obligó no solo a dudarlo,
sino a descartarlo de mi currículum vital.
Por el mismo razonamiento he llegado a descartar que pudiera
recordar un olor desde antes de cumplir un año acostado en la cuna en la
habitación de mis padres. Ni mis hijos recuerdan lo que le pasó incluso con
unos años mas de vida. Así que debería descartar que yo supiese con solo unos
meses lo que era el olor a manzana. Mi padre era un obseso de las
manzanas reinetas, que las encargaba por banastas y que depositaba en el
sobrado para hacerlas madurar. Luego las esparcían por el suelo de la sala de
juegos, hasta que las mas tiernas llegaban al frutero del salón. Debió haber manzanas reinetas encima del
armario del dormitorio de mis padres cuando yo era solo un bebe, y su aroma ha
inundado mi nariz desde entonces. Si de verdad no llegué al mundo en una caja,
al menos puedo identificarme con el bocado de Adán. Lo paradójico es sentirse
uno extraño de si mismo, con estas memorias implantadas. Como en aquel querido
verso de “voy a soñar un sueño por ti esta noche”, te despiertas un día en tu
madurez con una parte de tu memoria infantil soñada para ti por quien sabe
quien.
Miramos en el espejo retrovisor de la infancia cuado ya es
imposible recuperar sus perfiles completos, y los edulcorados con un halo de
nostalgia. Puede que hasta nos la reinventemos a base de recrearnos en su
alegría o en su dolor. Hasta la
larga cicatriz que me rasgo el
muslo, obra de un descuido y una púa de alambre, ha terminado con los años
absorbida por estas células que no paran de crecer. Ni lo mas real puede quedar
acreditado. Pero mas allá de cada hecho concreto, lo que si es permanece es la
atmósfera del tiempo que fue de felicidad o de los momentos de represión
familiar o escolar.
A la espalda de mi escuela de infancia, al otro lado de los
grandes mapas de colores, había
unos renglones casi perfectos de tierra que el señor Félix y sus bueyes habían
abierto con un vetusto arado romano. Debían acabar en el aserradero de madera.
Pero vistos desde la escuela parecían infinitos. Sería por eso que no nos
interesaban para nada. Cuando estaba bien entrada la primavera, los surcos
habían desaparecido, poblados por un trigo verde y alto, mas alto que
cualquiera de nosotros. Era entonces cuando la espalda de la escuela volvía a
ser nuestra selva de juegos. Nos escondíamos entre las hileras del sembrado,
tirábamos de las espigas tiernas para comer los tallos y acabábamos empujándonos y cayendo
sobre aquel colchón verde surgido del páramo. Cuando vimos al señor Félix hablando con la maestra en el frontal
de la escuela, no necesitábamos oír ninguna palabra para saber la que se
avecinaba. Desde ese momento, pasar el recreo en la espalda de la escuela era
una opción vedada.
Cuando ya apretaba el calor, y la mies se volvía amarilla,
nuestros ojos y nuestras manos se volvían hacia el mundo animal. La caza de
lagartijas, que terminaba en el sádico ritual de cortarles la cola para ver si
volvía a crecer, era el pasatiempo favorito. Entre los hierbajos secos veíamos
saltar a unos seres diminutos, que iban creciendo de tamaño día a día. Eran los saltamontes que preludiaban el
verano y las vacaciones. Había que tener el ojo agudo y la mano presta para
taponar su salto y atraparlos. Notabas el cosquilleo de su patas en la palma.
Con mucho mimo hurgabas dentro del puño con el dedo de la otra mano y por fin
los estirabas para desplegar aquella alas casi trasparentes, unas azuladas,
otras rosáceas. Conseguí tantos que me sentía orgulloso al acumularlos en una
bolsa de plástico. Cuando la maestra batió las palmas en el porche para
anunciar la vuelta a clase, me entró la desazón. ¿Qué iba a hacer con mi
botín?. Como los niños son incapaces de ocultar nada, entre los cuchicheos de
mis amigos y mis miradas debajo del pupitre, la maestra terminó apoderándose de
mi bolsa. Con la cara enrojecida, desfilé entre los pupitres, salí al patio y
solté a los saltamontes. Aprendí que a lo seres vivos no se les puede encerrar
y menos en una bolsa sin posibilidad de respirar. Hasta entonces lo único que
teníamos prohibido era asaltar los nidos de los pájaros y coger sus huevos. Ese
si era un gran pecado mortal. Y por encima de cualquier otro, tirarles los
nidos a las golondrinas. En ese mundo incomprensible e inescrutable de los
mayores, los pájaros estaban en lo sagrado y en cambio los peces eran un botín
codiciado. Si no sabias cercar a una trucha, avanzando sigiloso por el agua y
bordeando las piedras entre las que se escondía, eras objeto de risas burlonas.
En aquella geografía real de mi infancia, los ríos estaban limpios, poblados
por peces y cangrejos, y nos bañábamos desafiando las corrientes. Fue allí,
entre saltos y chapuzones, en la poza junto al molino donde terminó mi
infancia. No se si lo dijo Lucas o fue una ocurrencia de Toño, los mayores de
la escuela. “La infancia se acaba cuando te enamoras”. Una vez sabido cual era
el principio del fin, lo único que quería era dejar de ser niño. En verano llegó una chica rubia para
pasar sus vacaciones. Subía hasta la charca y vestía un bañador verde con una
franja blanca. Yo solo tenía ojos para ella, y deje de lado los saltamontes y
las ranas. El día se resumía en verla o estar cerca de ella. Se habían acabado
los días de la infancia. Así lo creí entonces. La guapa niña rubia nunca
volvió, y ya no sabría ni dibujar su cara. Pero nunca me ha abandonado aquella sensación íntima y
evanescente del olor penetrante a verdes manzanas.
Publicado en la revista INTRAMUROS. 2013
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