EL COMBATE SUPREMO
Javier
Martín-Domínguez
La
tensión está a punto de estallar sobre un circulo de arena festoneado con sal
purificadora. Dos enormes masas de músculos, grasa y huesos, que suman mas de
trescientos kilos, se miran con anhelante fiereza. Se han calibrado durante
unos minutos y ahora, por fin, cero en el reloj, chocan frontalmente. Ya no hay tregua.
La
puesta en escena del sumo es exquisitamente grotesca. Para este combate
aparatoso pero limpio, los luchadores, de impresionante volumen y engañosa
apariencia fofa, solo van cubiertos por un reducido braguero adornado con unos
colgantes. Un moño trenzado a la usanza japonesa del siglo dieciocho remata
elegantemente las cabezas de estos dos hombres que se envisten con toda su
fuerza y pericia para tumbar al contrario, para expulsarlo de este frágil ruedo
donde los titanes del Japón llevan dos mil años dispuntandose la
victoria, el dinero y la gloria.
Los
puñetazos, arañazos y mordeduras entre luchadores están prohibidos. Esta
absolutamente penado tirar del
pelo o tocar las partes intimas del contrario. Pero si valen los manotazos, las
bofetadas y otras setenta técnicas de combate registradas. El buen luchador de
sumo debe demostrar un gran
equilibrio, ser ágil y flexible, amén de conseguir un centro de gravedad lo mas
bajo posible para no ser desplazado de inmediato fuera del ring. De ahí que el
proceso de engorde al que son sometidos los luchadores deba procurar un difícil
equilibrio entre el aumento de masa corporal y el desarrollo de una efectiva
capacidad muscular.
En el tira y afloja del combate, la piel
carnosa de los esforzados luchadores voltea en el aire como una masa
gelatinosa. Si cualquier parte del cuerpo toca la arena, con excepción de las
plantas de los pies, la derrota se habrá consumado
. Se empujan
con la fe de una fuerza centrífuga que quisiera romper el circulo. Apenas ha
corrido el reloj y la caída hacia atrás del mas orondo de los luchadores no se
ha hecho esperar mas. El meteorito humano se precipita encima de los osados
espectadores que acuden en primera
fila a los combates de la Copa del Emperador.
Entre
el choque, los manotazos, las agarradas de braguero, la presión certera y la
caída del derrotado apenas han pasado diez segundos. Es la abultada brevedad
del sumo, el
combate supremo de Japón. Oficialmente no es un deporte, sino una habilidad, un
arte. La fiesta nacional japonesa, en la que sus protagonistas terminarán sus
días de gloria cortandose la coleta sobre el redondel de arena.
El
ganador ha sido, una vez mas, Takanohana. El héroe del momento. Su maestría,
prestigio y popularidad se emparejan aquí con las de un gran matador. Tiene 24
años. Mide un metro ochenta y seis. Pesa ciento cuarenta y cinco kilos. No
tiene rival. El mas
codiciado de los trofeos, la Copa del Emperador, está por cuarta vez al alcance de sus manos. Situado en el
vértice de la pirámide de la estratificada clasificación de los luchadores de
sumo, se le conoce por el titulo máximo de yokosuna. Un rango alcanzado
laboriosamente y que retendrá hasta su jubilación. Para él son los grandes
honores y las altas sumas de dinero barajadas en este espectáculo, que solo va
a la zaga del béisbol en cuanto a espectadores y transmisiones televisadas.
¿Cuanto gana?. Responde que no lo sabe, que todo se lo entrega a la mujer del
jefe de su heya, la “cuadra” donde
vive y entrena con sus colegas. En esta caso, el jefe- que siempre es un
antiguo luchador -y la jefa- la única mujer que vive en el lugar -son ademas sus
padres. Todo queda en la casa de esta estirpe de luchadores, que tiene
dominado el sumo actual.
Con
apenas quince años, algunos niños japoneses que destacan por su bravuconería,
aquellos que hacen imposible la vida a sus compañeros de colegio gracias a su
fuerza bruta y su abultada dimensión, pueden correr la suerte de convertirse en
alevines del sumo. En medio centenar de casa-escuelas repartidas por el
archipiélago, los bravucones son apartados para cultivar su peso y su músculo.
Van a probar una de las mas duras y espartanas formas de vida, la de luchador
de sumo. Una secta de 700 profesionales en un país de 120 millones de
habitantes.
En
la heya de Tatsutagawa, junto al
río Sumida que baña el hormigón de la superpoblada Tokio, viven y entrenan una
quincena de luchadores, entre profesionales y aprendices. Para los recién
llegado el día empieza a las cinco de la mañana y no hay desayuno después del
despertar. Lo prim
ero es la
lucha. El chaval que aterrorizaba a sus compañeros de clase debe prepararlo
todo, tener lista la pista de entrenamiento y estar dispuesto a ser zarandeado
de un lado a otro de la gran habitación de tierra batida. Cientos de kilos de
cada titán japonés se estrellan contra su cuerpo. Como les ha ocurrido a otros
en su primer día y muchos días después, el bravucón de colegio solo piensa en abandonar. El
entrenamiento, con los golpes y llaves, caídas y arrastres se prolonga
eternamente, hasta la once de la mañana y sin probar bocado.
Para
ser un buen luchador de sumo, lo primero es aprender a cocinar. Los novatos de
esta particular tribu de globos hinchados a punto de explotar tienen que
preparar la comida para los profesionales que les han maltratado durante toda
la mañana. En esta su nueva vida, estrictamente jerarquizada, mientras aprenden
tienen que barrer, limpiar, cocinar y sobre todo esperar. El novato es el
último para todo.
La gastronomía
del sumo se reduce al chankonabe. En un gran perol, se cuece una base de agua
con algas marinas a la que se van sumando trozos de pollo, cerdo, pescado,
tofu, zanahoria, cebolla y otras verduras. En el estómago del luchador van
cayendo platos y platos del
cocido, acompañados de arroz blanco y torrentes de cerveza. Después llega la
siesta reparadora para distender los músculos y favorecer el engorde. Es
entonces, cerca de la una de la tarde,
cuando el aspirante a luchador que abrió sus ojos con el alba tiene
derecho a comer los restos.
La
historía conocida del sumo se
remonta hasta los mismos origenes de la nación japonesa dos milenios atrás.
Todo cambia, pero mi sensación al presenciar una jornada de combates
de la Copa del
Emperador es la de asistir a una antigua romería popular en la que los héroes
locales se baten cuerpo a cuerpo. Bajo la amplia estructura del estadio Ryogoku
Kokugikan, nos sentamos desprovistos de zapatos en una pequeña zona acotada, con suelo de tatami, a la que
te traen comida y bebida. Todo un día en la lucha, al que se van sumando hasta
diez mil espectadores.
h Un
techo que parece arrancado de un templo sintoísta cuelga sobre la zona de
combate. Un residuo de los enfrentamientos al aire libre, cuando servia de
protección frente a la lluvia sujetado cuatro columnas, que ahora para mejorar
la visibilidad han sido sustituidas por telas de seda en verde, rojo, blanco y
negro: los colores de las estaciones.
Durante
la mañana y el mediodía se han ido desarrollando los combates de las divisiones
inferiores. Cuando entrada la tarde se adivina al final del túnel de vestuarios
la holgada sombra de Konishiki, el mas voluminoso de los luchadores con sus 278
kilos acuestas, es que la primera división del sumo entra en pista. Estos
hombres acostumbrados a besar el barro y andar por los suelos, se presentan en
público con sus máximas galas, unos faldones
bordados cuyo valor alcanza varios millones.
El público rompe en un sonoro aplauso
cuando avista la llegada del líder. El yokosuna ha subido hasta el dojo,
portando los atributos de su condición de hombre invencible: su moño bien
trenzado, un gran cordón blanco anudado de trece kilos colgando de su cintura y
cinco pequeñas piezas de papel cortadas en forma zigzagueante, que confieren un
trasunto de levedad a los laureles del voluminoso campeón. El yokosuna se sitúa
en el centro del circulo de arena, abre sus brazos y gira las manos demostrando
a la vieja usanza que no oculta arma alguna. Mira hacia el norte y saluda al
Emperador. Su presencia en los torneos se remonta al menos al año 720 cuando
aparecen las primeras referencias al sumo en la crónica histórica del país
Nihon Shoki.
Acabado el vistoso preámbulo, el arbitro
embutido en un quimono del siglo catorce marca con un abanico de guerra el
comienzo del combate. Es entonces cuando los luchadores empiezan a regar la
arena con puñados de sal. Los preparativos toman mas tiempo que el combate en
si. Los jóvenes aprendices no pierden detalle a la espera de su día de gloria,
mientras el público anhela otra victoria de Takanohana. Ha ido derrotando a todos sus contrincantes. Una
victoria mas en esta última jornada del campeonato, y mantendrá su supremacía.
La filigrana para desalojar a su oponente del redondel ha sido rápida y
contundente. En un batir de músculos, el combate mas esperado ha llegado a su
fin, visto y no visto. El yokosuna sigue imbatido y acaricia una nueva Copa del
Emperador.
Por un año
mas, Takanohana seguirá en la cumbre y obligará a retrasar la ceremonia mas
vistosa del mundo del sumo, el dampatsushiki. Cuando llega la retirada, el
campeón vestido de elegante quimono se sienta en el centro del circulo donde
disputó y alcanzó la gloria y permite que desenrollen su intocable moño de pelo
aceitado. Familiares, amigos, compañeros de lucha, famosos y aficionados
esgrimirán unas tijeras para para ir cortando trozo a trozo la coleta, el
atributo largo y sagrado del campeón. Hace una década trescientas veinte personas pudieron dar el último tajo a la
preciada coleta del luchador Wajima, en una ceremonia que se prolongó durante
el tiempo récord de una hora y media. A la vista
de los resultados, el moño de Takanohana debe esconder una larga trenza, que
seguirán cuidando sus alevines a la espera de hacerse un hueco en el competido
escalafón para llegar a disputar el combate supremo.-
(EL PASI SEMANAL)
(EL PASI SEMANAL)
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