En todas las redacciones hay faros, luces que guían nítidamente a los lectores y a los compañeros. Las redacciones, como la navegación, ya no son lo que eran. Hay más silencio, se pisa menos la calle, no se fuma y se edita mucho. Aún así, tratamos de iluminar, como esas torres que salpican las costas, siempre orgullosas, aunque la navegación se las arregla ahora por su cuenta. Activos o no, los faros nunca dejan indiferentes por lo que representan, lo que han significado en la navegación y, "last but not the least", porque son firmemente dignas y anclan el paisaje al que le son fieles. Xavier Batalla fue un faro en la redacción de La Vanguardia y el periodismo barcelonés, no sólo por sus valores profesionales –que los lectores apreciaban- sino también por la dignidad con la que ejerció el oficio, tan acosado estos tiempos.
Tan sólo el pasado viernes, Xavier Batalla
recibió en su domicilio barcelonés el Premi Ofici de Periodista que concede el Col.legi de Periodistes de Catalunya. Ya no pudo corresponder con palabras y todos los presentes intuyeron que el final de la obra estaba próximo. La enfermedad –un tumor cerebral, que le fue detectado hace un año- le había privado de la escritura y eso, tratándose de Batalla, equivalía a morir en vida. Su viaje fue la prensa:
El Correo Catalán,
Diario de Barcelona,
El País y
La Vanguardia, donde debutó en 1986 con una crónica desde Londres sobre la política económica de Margaret Thatcher, la primera en una corresponsalía que ejerció como manda el libro no escrito de
la casa: rigor, seriedad y ponderación. Nada nuevo porque Xavier bebía en la prensa anglosajona –que se resume en una máxima: los hechos son sagrados, las opiniones son libres- y siempre fue fiel a esa claridad, algo que en otros tiempos no sería digno de mención pero que hoy resulta incluso exótico.
Tras su paso por Londres, Xavier Batalla fue una de las reverencias en la información internacional del diario, mediante sus columnas, editoriales y la impagable “Nueva Agenda”, la página que cada sábado –hasta el 24 de septiembre del 2011- daba brillo a las páginas de Internacional. Tuve el privilegio durante seis años de repasar su artículo antes de cerrar la página y únicamente recuerdo una ocasión en la que faltaba una coma. Sólo el viernes anterior a la detección de la enfermedad corregí tres pequeños errores. Eso, que en textos periodísticos, no es infrecuente fue, tratándose de Xavier, todo un mal augurio.
No todo era perfeccionismo. Batalla hablaba del mundo con propiedad, tomando distancia pero con alma y convicciones. Independiente pero no necesariamente neutral. Combinaba la erudición con agilidad y sus artículos eran un delicioso viaje por la Historia del siglo XX, que trufaba con perlas irónicas sobre asuntos muy de actualidad –y no siempre del ámbito internacional-. Eran guiños, pequeñas maldades que sus lectores disfrutábamos. Batalla era un faro para la sección de Internacional, como lo fue Carlos Nadal (por citar a dos compañeros desaparecidos). Ambos creían en Europa, hablaban de Oriente Próximo sin maniqueísmo y cultivaban esa Ilustración de los grandes maestros estadounidenses de las relaciones internacionales.
Fue conmovedor el homenaje íntimo en su domicilio. Xavier ya no podía hablar pero allí estaba su mundo y su persona. Uno le habría robado todos y cada uno de sus libros. O su colección, primorosa, de posters de partidos del FC Barcelona y tantos guiños a sus debilidades como las figuritas de los estadistas del siglo XX y una imagen de Frank Sinatra. Tonterías las justas, como en su obra periodística que conoció distinciones –por ejemplo el premio Ciutat de Barcelona del 2001 por las crónicas Diario de un Conflicto publicadas en La Vanguardia para aclarar el día a día de la guerra de Afganistán- pero sobre todo la fidelidad de los lectores inteligentes. La única satisfacción del viernes fue ver a Xavier Batalla rodeado de los suyos, las víctimas colaterales del ejercicio del periodismo, ajeno a horas, fines de semanas y otras rutinas. Su esposa Judith, entera en la adversidad, faro del faro, su hija Laura, que sigue los pasos de Xavier, trabaja en la Eurocámara en Bruselas y leyó un texto muy batalliano, y su hijo Óscar, que cogía las manos del padre con un cariño infinito.