12.9.07

MASARU HAGIWARA, SIEMPRE.



MASARU HAGIWARA
SIEMPRE


AN STONE SCULPTURE IN BINIDALI
Menorca.Summer 2007

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Diseño de Masaru para la película. NYC 1981
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SUMO
EL COMBATE SUPREMO
Javier Martín-Domínguez


La tensión está a punto de estallar sobre un circulo de arena festoneado con sal purificadora. Dos enormes masas de músculos, grasa y huesos, que suman mas de trescientos kilos, se miran con anhelante fiereza. Se han calibrado durante unos minutos y ahora, por fin, cero en el reloj, chocan frontalmente. Ya no hay tregua.
La puesta en escena del sumo es exquisitamente grotesca. Para este combate aparatoso pero limpio, los luchadores, de impresionante volumen y engañosa apariencia fofa, solo van cubiertos por un reducido braguero adornado con unos colgantes. Un moño trenzado a la usanza japonesa del siglo dieciocho remata elegantemente las cabezas de estos dos hombres que se envisten con toda su fuerza y pericia para tumbar al contrario, para expulsarlo de este frágil ruedo donde los titanes del Japón llevan dos mil años dispuntandose la victoria, el dinero y la gloria.

Los puñetazos, arañazos y mordeduras entre luchadores están prohibidos. Esta absolutamente penado tirar del pelo o tocar las partes intimas del contrario. Pero si valen los manotazos, las bofetadas y otras setenta técnicas de combate registradas. El buen luchador de sumo debe demostrar un gran equilibrio, ser ágil y flexible, amén de conseguir un centro de gravedad lo mas bajo posible para no ser desplazado de inmediato fuera del ring. De ahí que el proceso de engorde al que son sometidos los luchadores deba procurar un difícil equilibrio entre el aumento de masa corporal y el desarrollo de una efectiva capacidad muscular.
En el tira y afloja del combate, la piel carnosa de los esforzados luchadores voltea en el aire como una masa gelatinosa. Si cualquier parte del cuerpo toca la arena, con excepción de las plantas de los pies, la derrota se habrá consumado. Se empujan con la fe de una fuerza centrífuga que quisiera romper el circulo. Apenas ha corrido el reloj y la caída hacia atrás del mas orondo de los luchadores no se ha hecho esperar mas. El meteorito humano se precipita encima de los osados espectadores que acuden en primera fila a los combates de la Copa del Emperador.
Entre el choque, los manotazos, las agarradas de braguero, la presión certera y la caída del derrotado apenas han pasado diez segundos. Es la abultada brevedad del sumo, el combate supremo de Japón. Oficialmente no es un deporte, sino una habilidad, un arte. La fiesta nacional japonesa, en la que sus protagonistas terminarán sus días de gloria cortandose la coleta sobre el redondel de arena.
El ganador ha sido, una vez mas, Takanohana. El héroe del momento. Su maestría, prestigio y popularidad se emparejan aquí con las de un gran matador. Tiene 24 años. Mide un metro ochenta y seis. Pesa ciento cuarenta y cinco kilos. No tiene rival.


El mas codiciado de los trofeos, la Copa del Emperador, está por cuarta vez al alcance de sus manos. Situado en el vértice de la pirámide de la estratificada clasificación de los luchadores de sumo, se le conoce por el titulo máximo de yokosuna. Un rango alcanzado laboriosamente y que retendrá hasta su jubilación. Para él son los grandes honores y las altas sumas de dinero barajadas en este espectáculo, que solo va a la zaga del béisbol en cuanto a espectadores y transmisiones televisadas. ¿Cuanto gana?. Responde que no lo sabe, que todo se lo entrega a la mujer del jefe de su heya, la “cuadra” donde vive y entrena con sus colegas. En esta caso, el jefe- que siempre es un antiguo luchador -y la jefa- la única mujer que vive en el lugar -son ademas sus padres. Todo queda en la casa de esta estirpe de luchadores, que tiene dominado el sumo actual.
Con apenas quince años, algunos niños japoneses que destacan por su bravuconería, aquellos que hacen imposible la vida a sus compañeros de colegio gracias a su fuerza bruta y su abultada dimensión, pueden correr la suerte de convertirse en alevines del sumo. En medio centenar de casa-escuelas repartidas por el archipiélago, los bravucones son apartados para cultivar su peso y su músculo. Van a probar una de las mas duras y espartanas formas de vida, la de luchador de sumo. Una secta de 700 profesionales en un país de 120 millones de habitantes.
En la heya de Tatsutagawa, junto al río Sumida que baña el hormigón de la superpoblada Tokio, viven y entrenan una quincena de luchadores, entre profesionales y aprendices. Para los recién llegado el día empieza a las cinco de la mañana y no hay desayuno después del despertar. Lo prim
ero es la lucha. El chaval que aterrorizaba a sus compañeros de clase debe prepararlo todo, tener lista la pista de entrenamiento y estar dispuesto a ser zarandeado de un lado a otro de la gran habitación de tierra batida. Cientos de kilos de cada titán japonés se estrellan contra su cuerpo. Como les ha ocurrido a otros en su primer día y muchos días después, el bravucón de colegio solo piensa en abandonar. El entrenamiento, con los golpes y llaves, caídas y arrastres se prolonga eternamente, hasta la once de la mañana y sin probar bocado.
Para ser un buen luchador de sumo, lo primero es aprender a cocinar. Los novatos de esta particular tribu de globos hinchados a punto de explotar tienen que preparar la comida para los profesionales que les han maltratado durante toda la mañana. En esta su nueva vida, estrictamente jerarquizada, mientras aprenden tienen que barrer, limpiar, cocinar y sobre todo esperar. El novato es el último para todo.
La gastronomía del sumo se reduce al chankonabe. En un gran perol, se cuece una base de agua con algas marinas a la que se van sumando trozos de pollo, cerdo, pescado, tofu, zanahoria, cebolla y otras verduras. En el estómago del luchador van cayendo platos y platos del cocido, acompañados de arroz blanco y torrentes de cerveza. Después llega la siesta reparadora para distender los músculos y favorecer el engorde. Es entonces, cerca de la una de la tarde, cuando el aspirante a luchador que abrió sus ojos con el alba tiene derecho a comer los restos.
La historía conocida del sumo se remonta hasta los mismos origenes de la nación japonesa dos milenios atrás. Todo cambia, pero mi sensación al presenciar una jornada de combates de la Copa del Emperador es la de asistir a una antigua romería popular en la que los héroes locales se baten cuerpo a cuerpo. Bajo la amplia estructura del estadio Ryogoku Kokugikan, nos sentamos desprovistos de zapatos en una pequeña zona acotada, con suelo de tatami, a la que te traen comida y bebida. Todo un día en la lucha, al que se van sumando hasta diez mil espectadores.
h Un techo que parece arrancado de un templo sintoísta cuelga sobre la zona de combate. Un residuo de los enfrentamientos al aire libre, cuando servia de protección frente a la lluvia sujetado cuatro columnas, que ahora para mejorar la visibilidad han sido sustituidas por telas de seda en verde, rojo, blanco y negro: los colores de las estaciones.
Durante la mañana y el mediodía se han ido desarrollando los combates de las divisiones inferiores. Cuando entrada la tarde se adivina al final del túnel de vestuarios la holgada sombra de Konishiki, el mas voluminoso de los luchadores con sus 278 kilos acuestas, es que la primera división del sumo entra en pista. Estos hombres acostumbrados a besar el barro y andar por los suelos, se presentan en público con sus máximas galas, unos
faldones bordados cuyo valor supera los tres millones de pesetas.
El público rompe en un sonoro aplauso cuando avista la llegada del líder. El yokosuna ha subido hasta el dojo, portando los atributos de su condición de hombre invencible: su moño bien trenzado, un gran cordón blanco anudado de trece kilos colgando de su cintura y cinco pequeñas piezas de papel cortadas en forma zigzagueante, que confieren un trasunto de levedad a los laureles del voluminoso campeón. El yokosuna se sitúa en el centro del circulo de arena, abre sus brazos y gira las manos demostrando a la vieja usanza que no oculta arma alguna. Mira hacia el norte y saluda al Emperador. Su presencia en los torneos se remonta al menos al año 720 cuando aparecen las primeras referencias al sumo en la crónica histórica del país Nihon Shoki.
Acabado el vistoso preámbulo, el arbitro embutido en un quimono del siglo catorce marca con un abanico de guerra el comienzo del combate. Es entonces cuando los luchadores empiezan a regar la arena con puñados de sal. Los preparativos toman mas tiempo que el combate en si. Los jóvenes aprendices no pierden detalle a la espera de su día de gloria, mientras el público anhela otra victoria de Takanohana. Ha ido derrotando a todos sus contrincantes. Una victoria mas en esta última jornada del campeonato, y mantendrá su supremacía. La filigrana para desalojar a su oponente del redondel ha sido rápida y contundente. En un batir de músculos, el combate mas esperado ha llegado a su fin, visto y no visto. El yokosuna sigue imbatido y acaricia una nueva Copa del Emperador.
El mas laureado de los luchadores sigue su camino victorioso, aunque semanas mas tarde tendria que morder el polvo de la derrota ante una estrella creciente, Mushasimaru, el hawaiano que esta dejando su huella en el deporte japonés. Una derrota puntual que no le privó del titulo final por un contuendente catorce a uno. Por un año mas, Takanohana seguirá en la cumbre y obligará a retrasar la ceremonia mas vistosa del mundo del sumo, el dampatsushiki. Cuando llega la retirada, el campeón vestido de elegante quimono se sienta en el centro del circulo donde disputó y alcanzó la gloria y permite que desenrollen su intocable moño de pelo aceitado. Familiares, amigos, compañeros de lucha, famosos y aficionados esgrimirán unas tijeras para para ir cortando trozo a trozo la coleta, el atributo largo y sagrado del campeón. Hace una década trescientas veinte personas pudieron dar el último tajo a la preciada coleta del luchador Wajima, en una ceremonia que se prolongó durante el tiempo récord de una hora y media. A la vista de los resultados, el moño de Takanohana debe esconder una larga trenza, que seguirán cuidando sus alevines a la espera de hacerse un hueco en el competido escalafón para llegar a disputar el combate supremo.-

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